Ludovico Einaudi - Dietro casa
Un día, siendo niño, recibí un inesperado regalo de mi padre.
Se presentó en casa con una caja de madera barnizada en tonos caoba y me la ofreció. Como carpintero que era, no era extraño que de cuando en cuando apareciera con cajas, cajones, mesas, listas para ser ensambladas, etc.,pero en esta ocasión, la cajita era para mí. La abrí y en su interior, perfectamente encajadas en pequeñas celdas, había piedras de diferentes colores y formas.
Mica, pirita, calcita, aragonito, cinabrio, blenda, blenda acaramelada, galena, ... todo un mundo de minerales que descubría por primera vez.
Entre todos ellos destacaba, por lo diferente, un pequeño frasco de cristal, muy pesado para su tamaño. Contenía un líquido de color metálico que, por la etiqueta que lo acompañaba, supe que era mercurio.
Mi padre me invitó a cogerlo con los dedos, a sabiendas que no era posible hacerlo. Muchas veces jugué con esta sustancia, me la pasaba de una mano a otra en un movimiento de balanceo, precipitándolo cada vez de más altura. Por efecto del impacto de la caída, se descomponía en pequeñas bolas que, en cuanto curvaba la palma de mi mano, se precipitaban hacia su interior absorbiéndose unas a otras y conformando una bola mucho mayor.
A veces erraba en la caída y el contenido se estrellaba contra el suelo generando decenas de minúsculas bolitas que se alejaban rodando rápidamente. Era frustante ese momento.
Con mucho cuidado y paciencia, una hoja de papel y un recipiente, había que ir acercando unas a otras hasta tocarse, momento en que lograbas que se fusionaran entre ellas.
El juego de aquellos días quedó guardado en un pequeño y olvidado espacio en el desván de mi memoria.
Hoy vivo sensaciones y deseos que tampoco puedo atrapar, que se me escurren entre los dedos y han hecho que rescate y desempolve aquellos viejos recuerdos.