lunes, 18 de noviembre de 2013

¿Merecerá la pena?

 
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Me levanto de la cama una mañana cualquiera de abril. 
Abro los ojos, me desperezo lentamente y desplazo la mirada alrededor de la habitación. El despertador sobre la mesilla, los libros al lado. Cuatro fotos de una perdida amiga ferrolana cuelgan sobre la pared de enfrente. ¿Qué será de ti?

Nada ha cambiado. Igual que ayer, que hace tres meses y que hace 5 años...

Mis ojos se detienen en esa ventana que siempre ha permanecido sellada y opaca y a través de la cual nunca he mirado.

Para qué, sin duda la calle será también una fotocopia de la de ayer, los mismos coches, las mismas cajitas habitadas,  minúsculas y apiladas, con todas esas luces que se encienden y apagan como un árbol de navidad, el mismo cielo que todo lo cubre con un velo grisáseo.

¿Merecerá la pena levantarse esta mañana? 
"Venga, decídete, haz algo nuevo por una vez, abre esa ventana", me dice ese duendecillo que de vez en cuando se dedica a remover las cenizas de mi interior.

Decido convertirme por un instante en el explorador que nunca he sido y de un salto me planto delante de la ventana, cierro los ojos, giro la manilla, y abro las persianas.

No hay casas, ni calle, ni coches, sin embargo persiste ese ambiente gris plomizo tan familiar. Todo ha sido sustituido por la visión de una playa acariciada por las olas en un movimiento cíclico, lento y monótono.

Tal vez esa luz del fondo me ofrece un interés por saber que contiene, parece especial, diferente... y siento que necesito ver más.

Salto por la ventana y rápidamente inicio un viaje con la mirada fija en el horizonte. La curiosidad que suscita en mí me hincha de energía, capaz de correr sobre el agua sin miedos ni incertidumbres y empiezo a sentir que lo puedo todo.
Como en un fundido de película, todo empieza a tener color, el mar y el cielo, los montes y los árboles.
Noto que el oxígeno inunda mis pulmones, mi corazón comienza a aletear y me siento pletórico. Me emborracho de sensaciones desconocidas.

Y me regala la visión de calas de aguas claras que invitan al baño, me adormece con un masaje de rayos de sol sobre tibias rocas de arenisca, la contemplación casi en silencio de una puesta de sol inolvidable, un paseo nocturno a la orilla del mar... y me inunda de vida.
Me tranquiliza y sosiega, me aporta soluciones si me desoriento. Oxígeno para el alma.
¿Qué más me ofrecerá? ¿Me obsequiará con un acariciante y cálido abrazo bajo una luna en cuarto creciente?

De repente y  sin darme cuenta todo comienza a desvanecerse, desaparecen esos cielos limpios y todo vuelve a cubrirse de un gris denso y oscuro mientras se aleja rápidamente.
Acelero el paso, corro, aumento la zancada y estiro los brazos, cuello y cabeza en un intento de alcanzar de nuevo esa luz que se aleja más y más.
Todo es inútil, quizás he sido demasiado ambicioso y me castiga.

Ya no podré alcanzarla, se encuentra a ocho mil kilómetros de distancia.

Abro los ojos y me despierto, entonces comprendo que he vivido un sueño dentro de otro.
Definitivamente, no merece la pena levantarse esta mañana.

Quizás deba ir pensando en tapiar esa ventana...